Extiendo los brazos, me inclino levemente, me concentro.
Mis pies se despegan del suelo. Sin perder la concentración, vuelvo a
impulsarme un poco más y logro subir otro medio metro.Poco a poco, con
cada nuevo impulso, voy ganando altura hasta llegar al cielo raso. Salgo
por un ventanuco redondo y comienzo a desplazarme de forma libre bajo
el cielo. Como aquél que conduce un vehículo por primera vez, moverse
como las aves no es tan fácil como parece; se empieza de manera torpe e
imprecisa. Ahora, por ejemplo, me voy acercando peligrosamente hacia un
edificio en ruinas sin poder disminuir la velocidad, por más que intento
e intento. Antes de estrellarme contra la pared, intento una maniobra
desesperada y giro para pasar a través del hueco de una ventana, pero no
lo consigo. Me despierto sobresaltado.
Cada vez que un sueño como éste se cuela bajo mi almohada,
me pregunto por qué los humanos fantaseamos tan a menudo con elevarnos
en el aire y cómo este delirio onírico se nos antoja tan natural sin que
jamás antes hayamos pasado por una experiencia similar en el mundo
real. ¿Es que acaso tuvimos la capacidad de volar en algún momento de
nuestra historia? ¿Es que en lo profundo de nuestra mente se hallan los
recuerdos de un pasado en el que podíamos burlar las leyes de la
gravedad con el adecuado entrenamiento de la mente?
Según indican cientos de registros históricos, los incas,
los esquimales, los antiguos chinos, los ninjas de Japón, los yoguis de
la India, los yurok de California y ciertos santos cristianos fueron
conocedores del arte de la levitación y de los secretos necesarios para
realizar vuelos de duración muy diversa. En el siglo pasado también hubo
personas a quienes se les atribuyó el poder de flotar a la vista de
todos y, aún en la actualidad, se conocen grabaciones y fotografías que
pretenden confirmar la autenticidad del fenómeno. Pero, ¿qué hay de
cierto en todo esto?
Desde el mítico Ícaro, el hombre ha soñado con poder
volar. En la imagen, “Lamento por Ícaro” (1898), óleo del pintor Herbert
James Draper (1863-1920). Galería Tate Britain de Londres, Inglaterra. (Public Domain)
Los antiguos chinos hablaban de personas capaces de venir
de cualquier lugar y desaparecer sin dejar rastro. Se dice que muchos
grandes maestros eran capaces de viajar una distancia de miles de millas
en cuestión de segundos. El fenómeno era tan popular en la antigüedad
que los chinos incluso le asignaron un nombre: “Bairi Feisheng”, que
significa “volar a plena luz del día”. Uno de los casos más conocidos
fue el del monje Fo Mile, conocido como Milarepa,
quien según diversas crónicas vivió y alcanzó la iluminación a
principios del milenio pasado. Se dice que Fo Mile era visto con
frecuencia por los hombres que trabajaban el campo mientras atravesaba
el cielo de un lado a otro a gran velocidad.
Otra famosa anécdota cuenta que un día el Emperador de China le ordenó al sabio Lao Tseinclinarse
ante él, ya que como soberano tenía la capacidad de hacerle rico o
pobre y de elevar o bajar su estatus social. Sin inmutarse, el sabio
comenzó a levitar lentamente hasta cierta altura para luego decir: “Majestad,
¿cómo puedo estar sujeto a tu soberanía estando aquí entre el cielo y
la tierra? ¿Cómo puedes hacerme rico o pobre o hacerme de una clase
superior o inferior?”
Muchas culturas aborígenes también hablaban de la capacidad
de levitar o de realizar vuelos en trance. Incluso hay quienes dicen
que la única explicación del origen de las líneas encontradas en Nazca y
otras partes del mundo (dibujos gigantescos que solo pueden ser
apreciados desde el aire) radica en que los antiguos disponían de la
capacidad natural e innata de volar a gran altura. En Oriente Medio, por
ejemplo, los beduinos sostienen que los cientos de grandes ruedas
dibujadas milenios atrás sobre sus tierras son “obras de los antiguos”, sin conocer específicamente el motivo ni el método por el que fueron trazadas.
Hay quien afirma que la única explicación del origen de
las líneas de Nazca radica en que nuestros ancestros disponían de la
capacidad natural e innata de volar a gran altura. En la imagen, la
célebre figura de Nazca denominada “El Colibrí”. (Diego Delso/CC-BY-SA 4.0)
Los indígenas de la América precolombina contaban historias similares. El cronista español Juan Polo de Ondegardo, quien documentó la forma de vida de los incas en el siglo XVI, escribió que los sacerdotes de Cuzcopodían
volar sobre la copa de los árboles. Idénticos poderes se han
documentado acerca de los brujos de la tribu de los Inuit (esquimales).
Todos estos casos parecen insinuar que en la antigüedad
existían factores que facilitaban el desarrollo de una capacidad que los
humanos poseían en estado latente. Algunos opinan que dicho fenómeno
podía darse porque los valores morales de la humanidad aún no habían
caído hasta el estrepitoso nivel actual, o porque la carencia de
tecnologías obligaba a la mente a buscar caminos alternativos para
facilitarles la existencia.
Frente a éstos, los científicos modernos aducen que los
testimonios y documentos recogidos durante años por los cronistas e
historiadores de todo el mundo carecen de fiabilidad, aseverando que
resulta imposible que el cuerpo humano, un cuerpo compuesto de
partículas con un peso específico, pueda transgredir de algún modo las
leyes de la física conocida. No obstante, antes de inventarse los
aviones la ciencia también había declarado de forma unánime y terminante
que ninguna máquina más pesada que el aire podría llegar a volar jamás.
El cronista español Juan Polo de Ondegardo escribió que
los sacerdotes incas de Cuzco podían volar sobre la copa de los árboles.
En la imagen, ilustración del Inti Raimi, el festival del solsticio de
invierno y el nacimiento del año, aparecida en el libro “Nueva crónica y
buen gobierno” (1615) de Guamán Poma De Ayala. (Public Domain)
Santos voladores
Es así que me parecía, cuando quería resistir, que desde debajo de los pies me levantaban fuerzas tan grandes, que no sé como compararlo… y aún yo confieso qué gran temor me generó, al principio.
El relato anterior pertenece a Santa Teresa de Ávila (1515-1582), fundadora de la orden católica de las Carmelitas Descalzas. La primera vez que Santa Teresa tuvo uno de sus singulares episodios fue durante su juventud, mientras se hallaba cantando en el coro de la iglesia. Sin darse cuenta, Teresa comenzó a elevarse hasta llegar a los tres metros de altura y continuó de rodillas, entonando todavía los cantos místicos, mientras todos miraban asombrados. Como casi todas las figuras del cristianismo a las que se atribuyen levitaciones, Teresa de Ávila no gozaba de tal don, sino que se resistía con humildad y temor a lo que ella llamaba “sus ataques”. Con frecuencia se tiraba al piso y rogaba a sus compañeras que la sujetasen para impedir así su vuelo. Tal era su esmero, que un día levantó también con ella a una superiora que intentaba ayudarla a bajar.
Al igual que Santa Teresa, otros 200 santos cristianos
habrían gozado –o padecido– la capacidad de elevarse por los aires.
Muchos de estos casos se hallan extensamente documentados, ya que se
producían con cierta frecuencia y ante multitud de testigos. San Francisco de Asís, San Juan de la Cruz, Santo Tomás de Aquino y San José de Cupertino se
hallan entre los “santos voladores” más conocidos. Pero además también
existe documentación de otros cientos de casos de místicos que no
llegaron a ser canonizados.
Detalle del grupo escultórico del Éxtasis de Santa
Teresa (1647-1651), obra en mármol del escultor y pintor Gian Lorenzo
Bernini, de estilo barroco. Iglesia de Santa María de la Victoria de
Roma, Italia. (Napoleón Vier/Public Domain)
Entre las anécdotas más curiosas de este selecto grupo de
hombres y mujeres se halla aquella en la que Teresa de Ávila y Juan de
la Cruz levitaron juntos. El escritor Robert Tocquet lo describe de la siguiente manera:“Cuando
San Juan de la Cruz le hablaba de la Trinidad, él se elevó en el aire, y
junto con él, su asiento. Inmediatamente, Santa Teresa, que estaba
arrodillada, viose también elevada del suelo”.
Al ser una condición compartida por ambos, los religiosos
no vieron más opción que continuar con su animada charla a un metro del
suelo mientras otra religiosa, Sor Beatriz de Jesús, contemplaba atónita
la escena.
Otro relato nos cuenta que Gemma de Galgani, una santa italiana nacida en 1878, era tan conocida por el arte de su vuelo que un día el sacerdote Constanzo Salvi le
pidió por favor que limpiara las vidrieras del templo que por su altura
resultaban inaccesibles. Por esta petición Gemma se sintió tan ofendida
que nunca más se volvió a tener noticia de una levitación suya.
Retrato del año 1901 de Santa Gemma de Galgani, famosa por su desarrollada capacidad para volar y levitar. (Public Domain)
De los santos voladores, el italiano José de
Cupertino (1603-1663) fue el más prolífico del que se tiene
conocimiento. Considerado el “patrono de los aviadores”, a José
de Cupertino se le atribuyen varios cientos de vuelos de toda altura,
duración y condición. Miles de personas fueron testigos de sus vuelos a
plena luz del día: una osadía que le valió muchos sufrimientos y
castigos en plena época de la Inquisición. Según las crónicas, el santo
volador tenía una capacidad intelectual muy por debajo del promedio, lo
que le llevó, en un principio, a no ser aceptado por losfranciscanos y a ser rechazado por la orden de los capuchinos a
los ocho meses de haber ingresado. Sin embargo, los monjes reconocieron
la sobresaliente devoción de José por su fe en Cristo.
Los registros manifiestan que José de Cupertino voló frente
a muchas de las más respetadas autoridades de Europa, ante creyentes e
incluso ante los más escépticos. En más de una oportunidad también
habría elevado consigo a quien quiso mantenerlo en el suelo. Tanto es
así que un día, tras un presunto vuelo en la Capilla del Santo Oficio,
José fue arrestado y enviado a Roma para que lo conociese el papa Urbano VIII,
quien se mostraba escéptico ante los supuestos milagros del monje. Una
vez ante él, José se arrodilló y besó el pie del pontífice para luego
ascender y tocar el cielo raso con su cuerpo: solo bajó cuando el Papa
se lo hubo ordenado.
Las historias de santos voladores son tantas y tan curiosas
que es difícil imaginar que tantos testigos hayan podido ser engañados
en tantas ocasiones diferentes. Incluso en Argentina se pueden encontrar
historias de religiosos voladores, como fue el caso de un sacerdote de
apellido Suárez que vivió en Santa Cruz a principios del siglo pasado.
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