Existen gran cantidad de religiones, de todo tipo, a lo largo del planeta, y una cantidad aún mayor de maneras por las que un fiel puede demostrar su lealtad a un credo determinado. En algunos casos, estos medios involucran la fe, la realización de ritos o rezos específicos y el autocontrol, en otras, se solicita del creyente una vida de ascetismo y meditación. Sin embargo, algunas religiones se caracterizan por tener tradiciones que pueden parecer al observador externo como verdaderamente extrañas, grotescas incluso.
Este es el caso de la Escuela Esotérica Shingon de Budismo, en Japón. Para sus miembros, el verdadero camino a la iluminación requiere una meditación tan profunda que la persona debe convertirse, poco a poco, en una momia, mientras aún está con vida. Este acto de auto – momificación se denominó sokushinbutsu y se practicó principalmente en la prefectura de Yamagata, en el norte de Japón, entre los siglos XI y XIX.
La Escuela Shingon de Budismo es una de las pocas representantes del budismo esotérico que existen en la actualidad, y se basa en las enseñanzas tántricas que el monje Kukai – conocido de manera póstuma como Kobo-Daishi – trajo de China.
El proceso de sokushinbutsu involucraba un proceso largo y doloroso para el monje, que debía acometerlo mientras se encontraba con vida. Al contrario que las momias egipcias o americanas, se trataba de un proceso que le apuntaba a convertir a las personas conscientes en momias “inmortales” que, se creía, permanecían en eterna meditación luego del proceso. De acuerdo con la tradición de la Escuela, una vez un monje completaba el proceso se convertía en un “Buda viviente”.
El proceso comenzaba con un ejercicio radical de ascetismo, que requería vivir únicamente con una magra dieta de agua, semillas y nueces específicamente designada para quemar rápidamente la grasa corporal. Luego de ello, los monjes soportaban una estricta dieta de raíces y corteza de pino y comenzaban a beber un té especial, denominado urushi, por tres años.
El té estaba hecho de la savia del árbol chino de la laca, típicamente usado para lacar platos y tazas. Su consumo servía a dos objetivos: primero, las toxinas allí presentes inducían el vómito, que llevaba a la excreción de gran parte de fluidos corporales, un efecto deseado porque servía para secar el cuerpo mientras se mantenía a la persona con vida. El segundo objetivo era que ayudaba a repeler larvas, mosquitos y otros parásitos una vez llegara la inevitable muerte del monje.
Luego de los 3 años del régimen, el monje se convertía prácticamente en un esqueleto andante, sin una pizca de grasa corporal. Sin embargo, el rito aún no había terminado y las siguientes etapas se volvían más y más rigurosas… horrorosas, diríamos, a los ojos de nuestra sociedad.
El monje, debilitado, era prácticamente enterrado con vida: se buscaba una especie de cubículo en roca en el que apenas fuera capaz de moverse. Habría de permanecer en posición de loto por el resto de sus días, respirando a través de un tubo que era su única comunicación con el mundo exterior. Todos los días el monje tocaba una campana para anunciar que seguía con vida: cuando la campana dejaba de sonar, el tubo se retiraba y la tumba se sellaba para siempre.
La tumba permanecía sellada por cien días, tras los cuales se exhumaba para ver si el proceso de momificación había sido exitoso. De ser así, se consideraba que el monje había alcanzado la iluminación, se le retiraba de la tumba y se convertía en un símbolo de adoración por parte de la comunidad religiosa.
Aunque horrible para cualquiera que no pertenezca a la comunidad, el rito era visto por los monjes como un honor y como el último sacrificio para obtener la iluminación. Quienes llegaban al final eran largamente reverenciados, pues casi ningún monje era capaz de llevar en su totalidad el peso de la dura tradición que requería un completo dominio de las sensaciones corporales y del espíritu.
El rito fue prohibido por el gobierno del Emperador Meiji en 1879, aunque se cree que algunos lo realizaron en secreto hasta la segunda década del siglo XX. En la actualidad, nadie – que se sepa – realiza este ritual, considerado inhumano por la gran mayoría de los japoneses.
En ocasiones, al abrir las tumbas se encontraban con que el cuerpo se había descompuesto. En estos casos el monje no se ponía en exhibición, sino que se enterraba, pero su tumba también se convertía en un lugar de respeto por haber sido capaz de llevar el rito hasta el final. A lo largo de estos 9 siglos, solo 24 monjes consiguieron terminar la prueba y convertirse en “momias vivientes”, pues la mayoría desistían a medio camino del rito.
Las momias vivientes de Japón son fugaces recordatorios de una época misteriosa. Es inevitable, al observarlos, pensar en cuáles serían sus últimos pensamientos mientras se encontraban sentados en aquel diminuto cubículo. ¿Estarían satisfechos con su decisión? ¿Habrían conseguido la anhelada iluminación? No podemos más que elucubrar sobre sus últimos momentos… pero sí sabemos que ellos permanecerán allí mucho después de que nosotros nos hayamos ido, invulnerables al paso del tiempo y a un mundo que gira demasiado rápido para recordar la devoción final de las momias vivientes japonesas.
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