A la caída de la tarde del 10 de febrero de 1.912, en la calle de San Vicenç de Barcelona, Ana, la madre de Teresita Guitart, que por aquel entonces tenía cinco años, se detiene a la puerta de su domicilio a conversar con una vecina, suelta a su pequeña de la mano y le dice que suba sola hasta el piso, allí está su padre esperándolas, transcurrido un buen rato, Ana entra en su casa, su marido, al verla le pregunta ¿Y la nena?. El gobernador civil de la época llevaba meses tratando de convencer a los ciudadanos de que el rumor sobre la desaparición de niños y niñas de corta edad era completamente falso, en Barcelona no existían denuncias sobre el secuestro de niños, era solo un cuento de los padres para amedrentar a sus hijos para que no estuvieran en la calle al anochecer, historias como las del hombre del saco, nada más. Sin embargo, el caso de Teresita saltó rápidamente a la luz pública, el gobernador instó a la policía a que pusiera todo su empeño en encontrar a la niña, y así fue, gracias a la policía, y a una vecina algo cotilla, finalmente se pudo detener a la secuestradora Enriqueta Martí, lo que se descubriría con posterioridad a su detención originó que pasara a la historia con el sobrenombre de La Vampira del Carrer Ponent”.
Dos semanas habían pasado desde la desaparición de Teresita cuando Claudina Elias se fijó en la niña que la miraba desde el ventanuco de la casa de su vecina, tenía la cabeza rapada y su cara no le resultaba familiar, rápidamente bajó a contárselo al tendero, el que a su vez lo contó a otra cliente, y así sucesivamente hasta que el rumor llegó a oídos del policía municipal encargado del barrio. Cuando la policía entro en el domicilio de Enriqueta encontraron a dos niñas, una su hija, y otra que decía llamarse Felicidad y que al parecer se la habían encontrado perdida por las calles el día antes, llevada a comisaría para aclarar el tema de la niña se comprueba que Enriqueta había sido detenida con anterioridad en 1.909 bajo acusación de prostitución de menores, niños y niñas, aunque misteriosamente los documentos de su causa desaparecieron antes del juicio y nunca entró en prisión.
Enriqueta, según sus vecinos, tenía un comportamiento extraño, a pesar de que no tenía problemas económicos, solía mendigar y acudía, vestida como una pordiosera y acompañada casi siempre de un niño o una niña, a centros de acogida, conventos, parroquias y asilos pidiendo limosna y comida, a media tarde salía de su casa elegantemente vestida con lujosos vestidos, pero esto solo era extraño, lo verdaderamente escalofriante fue lo que Angelita, la hija de Enriqueta, declaró a la policía. “Un día, mientras jugaba con Felicia, identificada ya como Teresita, entraron en la habitación de su madre, tropezaron con un saco, lo abrieron, dentro había un cuchillo grande y unas ropas de niño, debían de ser Pepito, ella misma había visto a escondidas como su madre lo ponía sobre la mesa del comedor y lo mataba”. La sobrecogedora historia no había hecho más que empezar, el resto continuaría a raíz del registro del domicilio.
El piso, sombrío y maloliente estaba lujosamente amueblado, en un armario colgaban trajecitos de niños y de niñas, así como las pelucas y los finos vestidos que Enriqueta vestía en sus misteriosas salidas, en el mismo armaría un paquete de cartas escritas en lenguaje cifrado, con multitud de contraseñas y firmadas únicamente con iniciales, también una lista de nombres, nombres que darían mucho que hablar a la opinión pública. En la habitación, el saco del que hablaron las niñas y otro de mayor tamaño, en su interior restos óseos que posteriormente serian identificados como de niños de corta edad , presentando todos ellos señales de haber sido expuestos al fuego. Tras un armario descubrieron la cabellera rubia de una niña de unos tres años, y la macabra expedición concluyó en una habitación cuya cerradura tuvieron que forzar y en la que aparecieron medio centenar de frascos, rellenos, unos, de sangre coagulada; otros, de grasas, y otras sustancias que fueron llevadas a un laboratorio, todos ellos de procedencia humana. Junto a los frascos un libro antiquísimo con tapas de pergamino que contenía fórmulas extrañas y misteriosas. Y también un cuaderno grande lleno de recetas de curandero para toda clase de enfermedades, escritas a mano, en catalán y con letra refinada.
Ante la evidencia de las pruebas, Enriqueta acabó declarándose culpable, reconociendo que era curandera y que vendía filtros y ungüentos. “Confecciono remedios utilizando determinadas partes del cuerpo humano”. Y, de forma repentina, vociferó: “¡Que registren el piso! ¡Que piquen bien las paredes y encontrarán algo! Como sé que me subirán al patíbulo, quiero que conmigo suban los demás culpables”.
No solo fue registrado el piso de la calle Ponent, hoy calle Joaquin Costa,sino también los otros domicilios que Enriqueta había tenido durante los diez últimos años. En un piso de la calle de Picalqués fue descubierto un falso tabique que ocultaba un hueco en el que aparecieron más huesos, entre ellos varios de manos de niño. En otro de la calle de Tallers, en un escondrijo, hallaron huesos y dos cabelleras rubias de niñas de corta edad. En una torre de Sant Feliu de Llobregat aparecieron libros de recetas y nuevos frascos con sustancias desconocidas. Y finalmente, en el patio de una casa de la calle de los Jocs Florals del barrio Sants descubrieron el cráneo de un niño de unos tres años, que todavía presentaba adheridos a la piel algunos cabellos y una serie de huesos que los forenses reconocieron como pertenecientes a tres niños de tres, seis y ocho años.
En aquella época, la tuberculosis hacía estragos, y estaba muy extendida la creencia de que el mejor remedio para detenerla era beber sangre humana y aplicarse sobre el pecho cataplasmas de grasas infantiles. A nadie escapaba que tras los aberrantes crímenes de Enriqueta Martí tenía que haber personas con suficientes recursos económicos para satisfacer sus pervertidas necesidades. Y es en ese punto donde aparece la famosa lista de nombres hallada en el tugurio de la calle de Ponent, una lista de la que todo el mundo hablaba pero nadie conocía, una relación de nombres y domicilios en la que, se rumoreaba, figuraban médicos, abogados, comerciantes, algún escritor, políticos y otras personalidades.
En Abril de aquel mismo año se supo que Enriqueta Martí había fallecido en el patio de la cárcel linchada por las propias presas, aunque se especuló que antes de ser golpeada ya estaba muerta, envenenada por encargo, la noticia apareció en la prensa eclipsada por otra de mayor calado, el hundimiento de un trasatlántico llamado Titanic. Con la muerte de la única acusada, el caso se cerró, nunca hubo juicio, y por supuesto de la famosa lista nunca más se supo.
Enriqueta Martí i Ripollés sembró de horror la Barcelona de 1912. Secuestraba, prostituía y asesinaba a niños para extraerles la sangre, las grasas y el tuétano de los huesos y elaborar pócimas que sus clientes consideraban mágicas. El relato de las dos niñas que liberó la policía fue recogido por la prensa de la época con buena dosis de morbo, hasta tal punto que eran invitadas a los palcos de los teatros para atraer a más público. Tras el delicado nombre de Enriqueta Martí se esconde una de las personalidades criminales más feroces de la historia negra de España. Secuestradora, prostituta, alcahueta, falsificadora, corruptora de menores, pederasta, bruja y asesina son algunas de las actividades que ejerció durante su vida esa mujer a la que el pueblo de Barcelona bautizó como “la Vampira del Carrer Ponent”.
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