Los pantanos del norte de Europa albergan miles de cadáveres de hace más de 2.000 años que se conservan en perfecto estado. Y todos comparten una característica: fueron asesinados
El 6 de mayo de 1950, los hermanos Viggo y Emil Højgaard se dirigieron a una ciénaga próxima a su pueblo, la pequeña villa de Tollund, en Dinamarca, para cortar turba. En medio de la faena descubrieron un cadáver enterrado en el pantano. El cuerpo estaba en perfecto estado de conservación. Su barba de tres días, sus pestañas y las arrugas de su piel eran visibles a simple vista y llevaba una gorra de piel en la cabeza. Los hermanos daneses pensaron que el hombre había sido asesinado y llamaron a la policía de Silkeborg. Pero el crimen no era tan reciente como parecía.
“Durante siglos se ha extraído turba de los tremedales daneses como combustible para los hogares, para proteger del frío invernal y preparar la comida. Y, durante todo ese tiempo, personas bien conservadas y de color oscuro han aparecido inesperadamente entre las capas de la turba, para sorpresa, susto o asombro de los excavadores” escribe el arqueólogo danés Peter Vilhelm Glob (1911-1985) en La gente de la ciénaga (Marbot), la obra cumbre sobre estos misteriosos cadáveres, publicada originalmente en 1965 pero editada por primera vez en castellano en 2012.
Aunque desde el siglo XVIII hay registros del hallazgo de este tipo de cadáveres en las turberas –y no sólo en Dinamarca, también en Holanda o las Islas Británicas–, el hombre de Tollund era un caso único. Lo normal era que los granjeros se pasaran los cuerpos de unos a otros y, en el mejor de los casos, avisaran a las autoridades pasadas semanas. En muchos otros, sencillamente, volvían a enterrar el cuerpo en el pantano.
El arqueólogo decidió llevarse el cuerpo al Museo de Silkeborg, para examinarlo en detalle, envuelto en la turba, tal como se lo había encontrado. Trasladarlo no fue fácil y, casualidades del destino, uno de los operarios falleció tras sufrir un infarto mientras trasportaba el cuerpo. La muerte afectó mucho a Glob, que en su libro llegó a escribir que “la turbera exigía vida por vida, un nuevo ser humano a cambio del hombre de la Antigüedad”.
Dos denominadores comunes
Tras examinar el cadáver, Glob concluyó que el hombre de Tollund había vivido durante el siglo III a.C, en la Edad de Hierro prerromana –una datación que fue confirmada después mediante el análisis de carbono-14–. Durante más de 2.000 años su cuerpo había permanecido intacto y tal como fue arrojado a la ciénaga: estaba desnudo y sólo llevaba un cinturón y un gorro de cuero. Como sospecharon los hermanos Højgaard, había sido asesinado y conservaba, incluso, la cuerda atada a su cuello con la que fue ejecutado.“Aunque las vértebras cervicales no parecían dañadas, los forenses y los médicos que participaron en la investigación compartían la opinión de que no había sido estrangulado, sino colgado”, detalla Glob en su libro. Esta circunstancia, en cualquier caso, no sorprendió al arqueólogo. La muerte violenta era un denominador común de todos los cadáveres hallados con anterioridad en las turberas.
Hay niños, mujeres, nobles, campesinos… Pero todos ellos comparten dos características: un excelente estado de conservación y una muerte violenta
Cuando el arqueólogo editó su libro, en los años 60, sólo en Dinamarca se tenía constancia de la aparición de 166 cadáveres de este tipo, la mayoría datados entre el año 400 a.C y el 500 d.C. Y el científico alemán Alfred Dieck asegura que en toda Europa se han hallado más de 1860 momias, aunque menos de 200 han podido estudiarse. Los cuerpos son de todo tipo. Hay niños, mujeres, nobles, campesinos… Pero todos ellos comparten dos características: un excelente estado de conservación y una muerte violenta.
La primera incógnita se resolvió hace años. Las turberas están repletas de una molécula llamada sphagnan –un polímero similar a la pecticina– que desprende el musgo de la ciénaga en descomposición. Este compuesto reacciona con las encimas que segregan las bacterias putrefactas y evita que los microbios descompongan la materia orgánica; a su vez, lixivia el calcio de los huesos, lo que hace que estos permanezcan flexibles como una goma o se disuelvan por completo. El musgo de turbera contiene además ácidos húmicos, que extraen el agua de los tejidos blandos. La piel de los cadáveres se impregna entonces del lodo del pantano. Es por ello que hasta los cuerpos mejor conservados parecen una especie de Golem, elaborado con barro y cuero.
La segunda incógnita, por el contrario, permanece sin respuesta. La mayoría de los cuerpos encontrados muestran signos de haber sido asesinados de forma violenta, ya sea ahogados, acuchillados o decapitados. Además, no fueron enterrados como era costumbre en la época, en la que se incineraba a los muertos y su ceniza se depositaba en una urna o bolsa de tela. Algunas momias de las turberas se encuentran incluso fijadas al suelo con un gancho.
¿Ejecución sumaria?
Hay varias teorías para explicar los asesinatos. La única referencia histórica al respecto de este tipo de enterramientos se encuentra en Germania, la principal narración sobre los usos y costumbres de los pueblos bárbaros del norte de Europa, escrita por el historiador romano Cornelio Tácito en torno al año 98 d.C.Tácito comenta en un pasaje del libro que los pueblos prerromanos variaban las penas de sus criminales en función de los delitos cometidos: “A los traidores y a los que se pasan al enemigo los ahorcan de un árbol, y a los cobardes e inútiles para la guerra y a los infames que usan mal su cuerpo los ahogan en una laguna cenagosa, echándoles encima un zarzo de mimbres”. El historiador puntualiza que este enterramiento punitivo está reservado a los adulteros y otras personas condenadas por “actos vergonzosos” como “cobardes, vagos y sodomitas”.
El único papel de las personas discapacitadas era servir de profetas o adivinos, y si sus pronósticos no eran acertados podían acabar acuchillados
Algunas de las momias halladas en las turberas responden a la descripción del legendario historiador romano. Es el caso del niño de Kayhausen, que fue encontrado por un cortador de turba alemán en 1922. El joven, de 7 u 8 años, había sido apuñalado de forma repetida en la garganta. Su brazo izquierdo presentaba un corte, una señal clara de que trató de defenderse. Sus agresores le ataron de pies y manos y cubrieron su cuerpo con una capa de piel de becerro, probablemente para transportarlo cómodamente a la ciénaga.
Los rayos X revelaron que el niño tenía infectada una rótula, lo que le habría impedido andar sin ayuda. Tenía además unas líneas de Harris en su tibia izquierda, un indicativo de desórdenes del crecimiento o desnutrición.
El niño, a la vista está, debía ser discapacitado, algo nada agradable en la Edad de Hierro. Como explica el antropólogo Timothy Taylor en su libro The Buried Soul (Fourth Estate), las gentes de esta época creían que las personas con discapacidad tenían poderes especiales. Su único papel en la sociedad era servir de profetas o adivinos, y si sus pronósticos no eran acertados podían acabar acuchillados.
Los arqueólogos del museo de Drents, al que fue trasladado el cadáver, descubrieron que en realidad la niña era rubia –los taninos presentes en la turbera habían coloreado su cabello con un rojo intenso–, tenía aproximadamente 16 años y había sido estrangulada con un cinturón de lana y apuñalada por encima de la clavícula izquierda.
Una tomografía computarizada reveló que niña había sufrido escoliosis, una curvatura anormal de la espalda y además tenía los pies hinchados y torcidos hacia adentro. Probablemente cojeara, aunque no es seguro que en este caso la discapacidad estuviera detrás del asesinato. La joven tenía afeitado todo un lado de su cabellera, que conservaba su longitud hasta el pecho en el otro lado. En estos tiempos esto era una marca de oprobio reservada a las mujeres adúlteras, lo que implica que la muchacha podría haber sido ejecutada por cometer una infidelidad.
¿Sacrificio ritual?
Aunque es probable que muchos de los cadáveres encontrados en las turberas fueran de personas ejecutadas por cometer un delito o considerarse inservibles, hay momias cuyas características sugieren una explicación complementaria al fenómeno.Es el caso del hombre de Croghan, encontrado en 2003 por un operario irlandés, Kevin Barry, que realizaba trabajos de acondicionamiento en una turbera de Irlanda y halló el cuerpo en la pala de su excavadora.
El hombre debió vivir entre los siglos IV y II a.C y su muerte, a los 20 años, había sido especialmente violenta: le habían apuñalado en el pecho hasta la muerte, le habían destripado y, después, decapitado, no sin antes arrancarle los pezones. Aunque sólo se conserva su torso, los investigadores creen que debía tratarse de una persona especialmente alta y corpulenta para la época –medía un metro con noventa– y debía tener una posición acomodada: sus uñas estaban cuidadas, sus manos nunca habían trabajado y su última comida había estado compuesta por cereales y suero de leche, alimentos reservados a las clases pudientes.
Glob cree que muchos de los hombres encontrados en las turberas fueron víctimas de sacrificios rituales: “Resulta patente que la deposición de estos cuerpos no guarda relación alguna con las costumbres funerarias normales, sino que en muchos de sus rasgos coincide con otros hallazgos de ofrendas realizadas en turberas. También encontramos ropas y trenzas de mujer, carros y arados, objetos todos ellos depositados por campesinos o nobles según su calidad”.
En opinión del arqueólogo estas ofrendas formaban parte de ciertos ritos a los que Tácito también hacia referencia en su libro: “En una época fija se reúnen a través de embajadas las tribus de igual denominación y de la misma sangre en una selva consagrada por los augurios de los antepasados y por un miedo arraigado, e, inmolando oficialmente a un hombre, celebran los horribles preámbulos de su bárbaro rito”. Un rito que, gracias a las propiedades químicas de las turberas, ha llegado intacto a nuestros días.
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