El líder del Tercer Reich deseaba apoderarse de toda clase de artefactos religiosos, como el Arca de la Alianza, el Santo Grial y la lanza de Longino, los que supuestamente le iban a ayudar a dominar todo el planeta.
En la famosa película “Los Cazadores del Arca perdida” (Steven Spielberg, 1981), la primera de las cintas que mostraba las aventuras del arqueólogo y aventurero Indiana Jones, la Alemania Nazi, obsesionada por expandir su reinado de terror, se empeñaba en encontrar el Arca de la Alianza, la famosa reliquia judía donde se guardaban las tablas de la ley y que también servía como una suerte de “transmisor” para que los sacerdotes judíos hablaran con Dios. El interés de los nazis por hacerse con el Arca radicaba sobre todo en los poderes sobrenaturales de este cofre de madera de acacia revestido en oro, que según la Biblia era capaz de diezmar ciudades y hacer desaparecer ejércitos enteros.
Pues bien, lo que para muchos era un imaginativo argumento de Hollywood, escondía muchos visos de realidad, ya que Adolf Hitler, el implacable líder del Tercer Reich, era aficionado a la mitología, la astrología, el yoga y la mística medieval, interés que compartía con otros jerarcas nazis, como Heinrich Himmler (jefe de las temidas Schutz Staffel o SS, una de las organizaciones paramilitares más grandes y temidas dentro del Tercer Reich), Rudolph Hess, Alfred Rosenberg y Richard Walther Darré.
Las SS, de hecho, habían creado una sección paracientífica que recorrió el mundo en busca del origen del pueblo ario, de pruebas de su superioridad racial y de objetos de poder que le permitiesen dominar el planeta: la Deutsches Ahnenerbe, o «Sociedad para la Investigación y Enseñanza sobre la Herencia Ancestral Alemana», organización integrada en las SS como sección antropológica y arqueológica liderada por el mismo «Reichführer» Heinrich Himmler, y dirigida por el coronel Wolfram von Sievers, que convirtió el castillo de Wewelsburg, en Westfalia, en su cuartel general y destino de las reliquias que se lograron recolectar alrededor de todo el mundo.
Según se cuenta, la sección esotérica de las SS quiso robar de la abadía de Westminster la Piedra de Scone o Piedra de la Coronación, sobre la que se coronan los reyes de Inglaterra y que, creían los nazis, fue sobre la que Jacob se recostó antes de soñar con la escalera que llevaba a Dios. Pero el Tercer Reich no consiguió hacerse con esa fantástica reliquia, que se conserva hoy en el castillo de Edumburgo junto al resto de las joyas de la Corona escocesa.
Los nazis de la Ahnenerbe también se interesaron por Sudamérica. Un comando de la sección esotérica de las SS, al mando del “brigadeführer” Karl-Maria Wiligut, un ex coronel del Ejército Imperial de Austria que había ayudado a convertir el castillo de Wewelsburg en un alegórico “centro del mundo”, y que afirmaba ser descendiente del dios nórdico Thor y poseer conocimientos secretos de las antiguas tribus germánicas, habría viajado a Sudamérica con el fin de encontrar y apoderarse de distintos «objetos de poder», como el Martillo de Wotan (símbolo supremo del dios nórdico de la guerra) o las misteriosas calaveras de cristal precolombinas.
La búsqueda del Santo Grial por los nazis
De entre todos los objetos de poder que buscó la Ahnenerbe, una de las piezas más codiciadas por la sección ocultista de las SS fue el Santo Grial, la copa que utilizó Jesús en la última Cena y que recogió su sangre cuando murió crucificado. Según la leyenda, José de Arimatea llevó el Santo Grial a Europa, y los cátaros fueron los últimos en guardarlo en el Languedoc francés, en la fortaleza cátara de Montsegur, cerca de la frontera con España.
Siglos más tarde, en 1931, Otto Rahn, un filólogo alemán de 27 años y experto en Historia Medieval, viajó por primera vez a Montsegur en busca del Santo Grial, el que supuestamente podía encontrarse oculto en alguna de las intrincadas cuevas cercanas a la antigua fortaleza de los cátaros, o en sus pasadizos secretos. Años después de sus investigaciones, en 1936, Rahn conoció a Heinrich Himmler, y éste, entusiasmado por el relato que Rahn le hizo sobre la leyenda del Santo Grial y los cátaros, le ofreció los medios necesarios para regresar al lugar y continuar con sus pesquisas.
En octubre de 1940 el mismo Himmler realizó un viaje a Barcelona, España, para preparar la reunión que el día 23 del mismo mes tendrían en la localidad española de Hendaya (zona fronteriza vasco francesa) el mismísimo Adolf Hitler con el dictador español, el generalísimo Francisco Franco. Pero ese no era el único objetivo de su viaje, pues Himmler llevaba consigo los libros escritos por Rahn (“Cruzada contra el Grial” y “La corte de lucifer”) y también deseaba visitar la montaña de Montserrat, pues creía que la cumbre catalana era uno de los puntos geográficos donde podría hallarse el Santo Grial, un objeto sagrado que, según los nazis de la Ahnenerbe, dotaban de poderes superiores a quien lo poseyera.
Himmler llegó a Montserrat acompañado de un séquito militar alemán y español, además de Miguel Matheu Pla, alcalde de Barcelona. Se cuenta que el jefe de las SS, obsesionado por encontrar el Santo Grial, llegó hasta la cumbre de uno de los picos más encumbrados de Montserrat (ubicado a unos 40 kilómetros por ruta desde Barcelona) en búsqueda del preciado objeto. Posteriormente el “Reichführer” germano visitó el monasterio de Montserrat y les pidió a los religiosos del convento, que en esa época era regido por el padre Andreu Ripoll, cualquier información relativa al Cáliz sagrado. Himmler, de hecho, solicitó ver todos los documentos del monasterio que estuviesen relacionados con esta reliquia cristiana y pidió que lo condujeran también hasta las cavernas y pasadizos subterráneos de la montaña, donde supuestamente podría encontrarse oculto el Santo Grial. Los religiosos se negaron de plano, provocando el enojo del nazi, quien, ante la negativa del padre Ripoll, habría vociferado a viva voz: «¡Todo el mundo en Alemania sabe que el Grial está en Montserrat!».
En busca del Arca de la Alianza
Otro de los tesoros que ambicionó la Ahnenerbe fue la mítica Arca de la Alianza, el símbolo de la Alianza entre Dios y el pueblo de Israel, una especie de cofre rectangular construido según las instrucciones de Dios, tallado en madera de acacia y revestido con planchas de oro en su exterior, y en cuyo interior los judíos guardaban las Tablas con los Diez Mandamientos, la vara de Aarón y restos de maná sagrado en un jarrón dorado. Según las Santas Escrituras, el Arca servía al mismo tiempo como recipiente para las Tablas de la Ley y como «transmisor» para comunicarse con la divinidad hebrea: el «trono de Dios» se posaba sobre el Arca generando una «luz celestial» y durante el día, Yahvé era visible en forma de columna de humo, mientras que en la noche parecía una estela llameante. Pero, además de ser un objeto para comunicarse con Dios, se trataba también de un arma formidable, pues se decía que con sólo tocarla se provocaba la muerte, y poseerla otorgaba la victoria segura en un campo de batalla. De hecho, con el Arca a cuestas, el ejército hebreo marchó durante siete días alrededor de la ciudad de Jericó y al séptimo día los sacerdotes tocaron sus trompetas y las murallas de las ciudad se derrumbaron como un castillo de naipes.
El paradero del Arca siempre fue un gran misterio, pues nadie sabe con exactitud cuándo y en qué circunstancias desapareció. La última referencia histórica al Arca alude a la época en la que el rey persa Nabucodonosor invadió Jerusalén y destruyó el primer Templo de Salomón, lugar donde se encontraba el preciado objeto. Otras fuentes, como el Libro de los Macabeos, aseguraban que el Arca había sido ocultada por el profeta Jeremías en el monte Nebo, mientras otros apostaban que estaba oculta en un punto de Etiopía, tras ser sacada de Jerusalén por un hijo del rey Salomón, Menelik I.
Sin embargo, antes de buscar el Arca, los nazis de la Ahnenerbe sabían que en caso de encontrar la mítica reliquia se les presentaría un problema insoluble, pues según la tradición hebrea, sólo un gran rabino judío podría manipular el Arca sin morir en el acto (se decía que para ello era necesario conocer el verdadero nombre de Dios, y únicamente mediante la cabalística, o ciencia que persigue la comprensión de lo divino a través de los números y las letras, podrían los nazis conocer el nombre de Dios y abrir el Arca). La Ahnenerbe buscó un cabalista judío, y se asegura que lo encontró en el campo de exterminio de Auschwitz. Este cabalista habría dirigido a la Ahnenerbe hasta la comunidad judía de Toledo. Poco después el almirante Wilhelm Canaris, jefe máximo del espionaje de la Wehrmacht y la Marina Imperial, se dirigió al Museo Arqueológico Nacional de Madrid, donde se interesó por varias piezas traídas de Egipto en 1871, posibles pistas para hallar el Arca.
Himmler y sus secuaces, finalmente, lograron determinar que los caballeros templarios, después de las Cruzadas, supuestamente habían escondido el Arca en algún lugar del norte de África, alrededor del año 1300. Semanas más tarde, los alemanes habrían comenzado unas excavaciones en el norte de Egipto en el más absoluto secreto, supervisadas por Hebert Braum, un arqueólogo de las SS.
Hitler y la Lanza de Longinos
La Ahnenerbe tuvo también entre sus objetivos la Lanza del Destino, la mítica lanza con la que, según los relatos bíblicos, el centurión romano Cayo Casio Longinus hirió en el costado a Cristo cuando éste acababa de morir en la cruz (el Evangelio según San Juan, 19: 33-37: cuenta que “… pero llegando a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó con su lanza el costado y al instante salió sangre y agua”). Según San Mateo y San Marcos, la verdadera naturaleza de Cristo fue revelada en ese momento: «Viendo el centurión que estaba frente a Él de qué manera expiraba, dijo: Verdaderamente este hombre era hijo de Dios». (San Marcos, 15:39).
Pero ¿Por qué Hitler, un declarado antisemita que le gustaba releer “El Anticristo” de Nietzsche y que sostenía que el cristianismo era «la última consecuencia del judaísmo”, se sintió tan atraído por este mitológico símbolo cristiano? Al parecer, según relata el vienés Walter Johannes Stein, amigo de Hitler en la época en la que el futuro Canciller de Alemania vivía a salto de mata en la capital austríaca, cuando la reliquia se custodiaba en el Palacio Imperial del Hofburg, en Viena, un joven Hitler se encontraba un día admirando la lanza cuando escuchó a un guía contándoles a los visitantes que existía una leyenda asociada a la lanza, según la cual cualquiera que la poseyera y resolviera sus enigmas, tendría el destino del mundo en sus manos. A partir de ese momento, según Stein, Hitler se sintió subyugado por el aura mágica y paranormal de la reliquia. Hitler se habría mostrado particularmente impresionado por el hecho de que supuestamente el emperador Carlomagno había vivido siempre con la lanza al alcance de la mano, y sólo cuando la dejó caer accidentalmente, de regreso de su última campaña victoriosa, falleció al poco tiempo. Asimismo, Federico «Barbarroja», emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, llegó a obtener victorias fulgurantes con la ayuda del preciado talismán, aunque su suerte cambió cuando atravesó un río en Anatolia en 1190, pereciendo ahogado por el peso de su armadura (se decía que la lanza se le había caído de las manos minutos antes). El emperador Napoleón Bonaparte también habría intentado hacerse con ella, pero no lo consiguió.
Si bien existían cuatro lanzas que supuestamente podían corresponder a la verdadera lanza de Longino, los nazis creían que la verdadera lanza se encontraba en el Museo Hofburg de Viena. Cuando el Tercer Reich se anexionó Austria el 14 de marzo de 1938, la pieza cayó por fin en manos de Adolf Hitler. En octubre de ese mismo año el Führer alemán dio la orden de llevar el tesoro de los Habsburgo a Nüremberg, hogar espiritual del movimiento nazi, cargados en un tren blindado provisto de una nutrida guardia de las SS. Después de alcanzar la frontera alemana, el tesoro terminó en el vestíbulo de la iglesia de Santa Catalina. Después de los intensos bombardeos aliados de octubre de 1944, durante los cuales Nüremberg sufrió enormes daños, Hitler ordenó que la lanza, junto con el resto del tesoro de los Habsburgo, fuera enterrada en una bóveda construida especialmente. Seis meses después, el Séptimo Ejército norteamericano rodeó la antigua ciudad, defendida por más de 20 mil soldados SS, 100 tanques panzers y varios regimientos de artillería, y logró tomarla el 20 de abril de 1945, el mismo día en que Hitler cumplía 56 años.
10 días más tarde, El 30 de abril de 1945, la Compañía C del Tercer regimiento del ejército americano, al mando del teniente William Horn, logró localizar el tesoro de los Habsburgo y la fabulosa lanza de Longino. Curiosamente, tal cómo le ocurrió supuestamente a Carlomagno y Federico Barbarroja, que conocieron de sonoras victorias y perecieron cuando la reliquia se les escapó de las manos, Hitler correría la misma suerte. En una increíble coincidencia, ese mismo día y a unos cientos de kilómetros de distancia, en un bunker localizado en el subterráneo de la Cancillería de Berlín, el prócer del nacionalsocialismo se quitaba la vida disparándose con su pistola, poniendo fin al macabro reinado de terror del Tercer Reich alemán.
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