Era una bella joven, pero desapareció en el año 1876. Pocos
preguntaron por ella en los siguientes 25 años, hasta que una carta
anónima reabrió uno de los casos más tétricos que el hombre conoce
En 1876, Blanche Monnier era una muy atractiva joven de 26 años con
una vida social muy activa. Procedía de una buena familia de la
aristocracia francesa, formada por defensores de la realeza que odiaban
visceralmente a los republicanos. Su padre Charles-Émile fue decano de
la facultad de letras de Poitiers y su hermano, Marcel, trabajaba como
prefecto. En definitiva, se trataba de una mujer bien situada que por
esos días conoció a un abogado arruinado que le sacaba bastantes años y
del que cayó irremediablemente enamorada.
Un buen día, Monnier desapareció sin dejar rastro. Su madre y su
hermano lloraron su pérdida en público. Su padre moriría en 1882 y,
apenas tres años después, el abogado que había enamorado a la joven.
Nadie parecía acordarse ya de la pequeña de los Monnier cuando el 23 de
mayo de 1901, en el albor de un nuevo siglo, el fiscal general de París
recibió una extraña carta en la que se podía leer lo siguiente: Señor
fiscal general, tengo el honor de informarle de un acontecimiento
excepcionalmente serio. Me refiero a una solterona que está encerrada en
la casa de la señora Monnier, casi muerta de hambre, y que ha vivido
sobre basura podrida durante los últimos 25 años. Es decir, sus propios
desechos.
Si esta carta resultaba sorprendente no se debía únicamente a la dura
acusación que vertía, sino también, a que la familia Monnier gozaba de
una reputación intachable. La madre, que por aquel entonces contaba con
75 años, había recibido un galardón del Comité de Buenas Acciones por
sus contribuciones a la ciudad, y convivía pacíficamente con su hijo.
Sin embargo, y por si acaso, la policía decidió visitar la casa de la
aristócrata familia donde comprobaron que todo lo que habían leído no
sólo era cierto, sino que era incluso peor.
El secreto tras la puerta
En la segunda planta de la casa de los Monnier, los investigadores
encontraron una puerta cerrada con llave. Al abrirla, lo primero que
percibieron fue un hedor insoportable. Una vez sus ojos se acostumbraron
a las tinieblas, pudieron ver en un rincón de la estancia a una mujer
malnutrida y sentada sobre una cama de paja. Por toda la habitación
había restos de heces y vómito. Tan pronto como entramos en la
habitación, vimos, en la parte trasera y tumbada en una cama, su cabeza y
cuerpo cubiertos con una manta repulsivamente sucia, una mujer que el
señor Marcel Monnier identificó como su hermana, la señora Blanche
Monnier, declaró uno de los testigos en el juicio oficiado por el juez
Du Fresnel.
La desafortunada mujer estaba tumbada completamente desnuda sobre un
lecho de paja podrida. Todo a su alrededor formaba una especie de costra
formada por excrementos, trozos de carne, verduras, pescado y pan
podrido. También vimos cáscaras de ostras y bichos corriendo por la
cama. Cuando los policías intentaron hablar con ella, se limitó a gritar
y encogerse en su cama. Rápidamente, los agentes de la ley salieron de
la habitación, disuadidos por el insoportable hedor, para registrar el
resto de habitaciones: El comedor estaba bien amueblado, la cocina
cuidada y la escalera, limpia. Todo estaba en su sitio. La anciana
señora Monnier estaba ataviada con una bata de vestir decorada con
cuadrados negros y blancos. En resumen, no parecía ser la clase de mujer
que rechazaba su cuidado personal.
Ello no evitó que fuese apresada rápidamente y terminase confesando
lo que había ocurrido. Preocupada por que su hija alternase con el
anciano y fracasado comerciante, que podía poner en entredicho el honor
de la familia, decidió encerrarla en su cuarto hasta que lo rechazase
(algunas versiones señalan que Blanche pudo llegar a tener un hijo con
el abogado). Algo que no ocurrió en los últimos 25 años, ni siquiera
después de la muerte del enamorado de la joven. Para entonces, Blanche
había perdido la cabeza irremediablemente, tras pasar más de dos décadas
sin ver la luz del sol. Pesaba tan sólo 24 kilos al haberse alimentado
tan sólo con los restos de la comida de su madre, que apenas
sobreviviría dos semanas más tras sufrir un ataque al corazón al ser
detenida.
El juicio, que conmocionó Francia, arrancó el 11 de octubre. En él se
declaró a Marcel cómplice de actos de violencia y fue condenado a 15
meses de prisión. Según su versión de los hechos, había intentado
internar a Blanche en un manicomio pero se había encontrado con la
negativa de su madre, ya que ello pondría en tela de juicio su honor;
además, añadía que la mujer podría haber abandonado la habitación cuando
quisiera. En el proceso se puso de manifiesto que Blanche sufría una
larga lista de problemas mentales que se agravaron con el tiempo, de la
histeria anoréxica a la coprofilia pasando por el exhibicionismo.
Blanche sería enviada al hospital psiquiátrico de Blois, donde moriría
en 1913, el mismo año que su hermano, retirado en una mansión de los
Pirineos. Nadie sabe quién envió la carta anónima, aunque entre los
candidatos se encuentran tanto Marcel como alguien relacionado con el
personal de servicio de la casa.
Los abismos de la razón humana
Ni qué decir tiene que el caso estremeció a la opinión pública
francesa de su momento, y su sombra se alargó durante décadas. En 1930,
el Premio Nobel de Literatura André Gide, obsesionado por el
funcionamiento del sistema legal, publicó La secuestrada de Poitiers
(Tusquets), en el que relataba lo ocurrido con pelos y señales a partir
de la información disponible, sólo que cambiando los nombres de la
protagonista por el de Mélanie Bastian.
La narración fascinó a muchos intelectuales, entre los que se
encontraba el director de cine español Luis Buñuel, que afirmó con buen
ojo clínico que lo atrayente de este libro es cómo, viviendo en un mundo
llevado, según dicen, por la razón, aparecen de pronto etos casos de
pura irracionalidad que desmienten o rectifican esta asertación. Hitler,
por ejemplo. Que un loco satánico arrastre tras de sí a millones de
gentes en el país de la razón y de los filósofos es algo parecido.
Lo que para muchos es una de las historias más románticas del siglo XIX
(la enamorada que no quiso renunciar a su amor ni siquiera después de
muerto), para otros tantos es un reflejo de la irracionalidad que puede
promover un sistema de valores intolerante y clasista como el de la
aristocracia francesa de la época. Es probable que este caso también
perturbase al filósofo Michel Foucault, nacido en Poitiers, el pensador
que en Vigilar y castigar reflexionó sobre los sistemas penales modernos
de confinamiento y castigo. ¿Tendría a la señora Monnier en mente al
escribirlo?