Es un enigma aún no resuelto. La desaparición de un pueblo Inuit asentado junto al lago Angikuni, en Nunavut (Canada), se alza como una especie de metáfora de lo que está a punto de ocurrir en el Ártico. Sucedió en 1930, pero los organismos en defensa del medio ambiente y defensores de los efectos del cambio climático, lo ven como una especie de ejemplo de lo que podría ocurrir en unos años con el resto de pueblos asentados en esta latitud.
Sea como sea, lo ocurrido con este pequeño pueblo es un reto para todos aquellos aficionados a lo extraño y también a lo inexplicable. ¿Qué les ocurrió a todas estas familias Inuit?
La luz que se llevó a un pueblo
Eran seminómadas, un pueblo que vivía de la caza y la pesca que vio en aquel lago un refugio más que idóneo para permanecer un tiempo. Las regiones cercanas sabían de su presencia allí y era común tener buenas relaciones con los Inuit. Fue una mañana de verano ártico cuando Joe Labelle, un cazador canadiense, recorría las tierras de los inuit para negociar con ellos. Para venderles unas pieles como siempre había hecho.
Pero cuando llegó al lago Angikuni se dio cuenta de que algo ocurría. Aquel día se había desencadenado una temible tormenta y, por un momento creyó que se había perdido. No era normal escuchar tanto silencio, ni ver tanta quietud. ¿Dónde estaban los ladridos de esos perros que siempre lo recibían cuando se acercaba algún extraño al poblado? ¿Dónde el humo de los fuegos, o el grito de los niños jugando aquí y allá?
Joe Labelle pensó que, tal vez, los Inuit habían decidido dejar la zona. Algo extraño, sin duda, pero era una posibilidad. Aunque no podía ser, allí estaban las casas, los trineos, los rifles, los kayak, su ropa, sus indispensables pieles de abrigo, e incluso los restos de comida aún servidos en las mesas… El viejo cazador canadiense tenía la suficiente experiencia para saber que aquello no era normal.
¿Dónde había ido a parar aquellas 1.200 personas?
Tras investigar un poco en los alrededores, se fue de inmediato a una oficina de telégrafos para comunicar a la Policía Montada del Canadá lo ocurrido. No tardaron en llegar y a ponerse manos a la obra para averiguar qué había sucedido. Vinieron los mejores rastreadores, pero no encontraron nada. Absolutamente nada. Solo pudieron ver algo no muy agradable: a los perros aún atados, pero muertos tras haberse devorado entre ellos al no disponer de comida. Una pista más para deducir que su desaparición, no había sido voluntaria.
Otro dato extraño del que pusieron en evidencia las autoridades es que su cementerio, el cementerio inuit, tenía las tumbas vacías. Al parecer habían desenterrado a sus muertos y se los habían llevado. ¿Por qué? se desconoce. Nadie pudo dar explicaciones lógicas al respecto de lo ocurrido, no hubo hipótesis… solo preguntas y una incógnita: la de una luz verde que bajó del cielo días antes de aquella tormenta. Para muchos solo fue una aurora boreal, para otros, algo que por alguna extraña razón se llevó a 1200 personas del poblado Inuit. Quién sabe…
Sea como sea, lo ocurrido con este pequeño pueblo es un reto para todos aquellos aficionados a lo extraño y también a lo inexplicable. ¿Qué les ocurrió a todas estas familias Inuit?
La luz que se llevó a un pueblo
Eran seminómadas, un pueblo que vivía de la caza y la pesca que vio en aquel lago un refugio más que idóneo para permanecer un tiempo. Las regiones cercanas sabían de su presencia allí y era común tener buenas relaciones con los Inuit. Fue una mañana de verano ártico cuando Joe Labelle, un cazador canadiense, recorría las tierras de los inuit para negociar con ellos. Para venderles unas pieles como siempre había hecho.
Pero cuando llegó al lago Angikuni se dio cuenta de que algo ocurría. Aquel día se había desencadenado una temible tormenta y, por un momento creyó que se había perdido. No era normal escuchar tanto silencio, ni ver tanta quietud. ¿Dónde estaban los ladridos de esos perros que siempre lo recibían cuando se acercaba algún extraño al poblado? ¿Dónde el humo de los fuegos, o el grito de los niños jugando aquí y allá?
Joe Labelle pensó que, tal vez, los Inuit habían decidido dejar la zona. Algo extraño, sin duda, pero era una posibilidad. Aunque no podía ser, allí estaban las casas, los trineos, los rifles, los kayak, su ropa, sus indispensables pieles de abrigo, e incluso los restos de comida aún servidos en las mesas… El viejo cazador canadiense tenía la suficiente experiencia para saber que aquello no era normal.
¿Dónde había ido a parar aquellas 1.200 personas?
Tras investigar un poco en los alrededores, se fue de inmediato a una oficina de telégrafos para comunicar a la Policía Montada del Canadá lo ocurrido. No tardaron en llegar y a ponerse manos a la obra para averiguar qué había sucedido. Vinieron los mejores rastreadores, pero no encontraron nada. Absolutamente nada. Solo pudieron ver algo no muy agradable: a los perros aún atados, pero muertos tras haberse devorado entre ellos al no disponer de comida. Una pista más para deducir que su desaparición, no había sido voluntaria.
Otro dato extraño del que pusieron en evidencia las autoridades es que su cementerio, el cementerio inuit, tenía las tumbas vacías. Al parecer habían desenterrado a sus muertos y se los habían llevado. ¿Por qué? se desconoce. Nadie pudo dar explicaciones lógicas al respecto de lo ocurrido, no hubo hipótesis… solo preguntas y una incógnita: la de una luz verde que bajó del cielo días antes de aquella tormenta. Para muchos solo fue una aurora boreal, para otros, algo que por alguna extraña razón se llevó a 1200 personas del poblado Inuit. Quién sabe…
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